Bombista legüero

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Apasionado difusor del bombo legüero, Juan Cruz Rojas dirige un centro cultural que desde hace casi una década trabaja para transformar ese instrumento en referencia del folklore argentino en el mundo.

Foto: Gentileza Cristian Delgado.

Desde que su padre le obsequió un bombo legüero cuando era un niño y lo invitó muchos años atrás a la tradicional Marcha de los Bombos en Santiago del Estero, Juan Cruz Rojas (32) –“Juani”– mantiene una relación especial con este instrumento nacido del ceibo que retumba a leguas. 

Juani “es un santiagueño nacido en Buenos Aires”, nieto de santiagueños, orgulloso del linaje y de su infancia marcada por los patios de tierra inundados de chacareras, bombos y guitarras. 

Hoy coordina La Ronda Legüera, un centro cultural que funciona en Tortuguitas, provincia de Buenos Aires, desde hace nueve años. Es un movimiento de bombistas que empezó a ronronear para dar visibilidad al “tambor nativo” y cultivar la raigambre al suelo y al folklore argentino. 

En ese espacio se gestan encuentros, talleres, viajes culturales y eventos con gran protagonismo de la percusión, la danza y el trabajo colectivo en comunión con la naturaleza y la identidad. 

Rojas es un apasionado difusor del bombo legüero a través de esta “ronda” que surgió casi sin querer para socializar la Marcha de los Bombos, que organiza desde hace 19 años el reconocido luthier José Froilán González (el “indio” Froilán) en Santiago del Estero. 

“La cultura del bombo es la posibilidad del encuentro, de la comunión, de pertenecer con un ‘toque simple’. Nos juntamos a tocar; yo toco, vos tocás y estamos todos en un ritmo, en una respiración, en un temple. Es la posibilidad de ser parte. Es una comunidad que no compite, comparte”, explica Juani. El bombo, dice, es una expresión social en tribu. 

“Cuando era niño iba todas las vacaciones de invierno a Santiago. El patio de mi abuela era de tierra, y todos los domingos había asado, guitarreada y machada (borrachera)”, se ríe Juani. Allí nació la pasión.

Su padre le regaló un bombo cuando era pequeño y, más grande, cuando marchó por primera vez desde el patio del Indio Froilán, ya no hubo vuelta atrás. “Esa emoción hermosa de estar feliz me rompió la cabeza”, cuenta. 

Comenzó a sumergirse en el mundo de las peñas y a organizar viajes a Santiago mientras aprendía en La Chilinga, una de las escuelas populares de percusión más grandes de Latinoamérica, y se acercaba al candombe uruguayo, con el tambor como símbolo de resistencia.  

“Buscamos que se expanda la tradición del tambor, del bombo legüero, como una posibilidad social, comunitaria. Vamos tocando en San Telmo, por ejemplo, como hacen las tribus. No cuesta mucho, se da. Las mujeres se suman porque creo que entienden más el sentido de comunidad”, cuenta Rojas. 

Así se fue gestando la idea de la ronda fuera de Santiago, que este año cumplirá una década. Por allí pasaron muchos. Incluso, durante cuatro años, uno de los talleristas fue el santiagueño Juan Saavedra (“el bailarín de los montes”), un símbolo de la danza folklórica argentina. 

“El camino nos fue poniendo la posibilidad de aprender. Se fue aceptando poner al bombo en lugar de referencia; es un ícono histórico. Si ves en una esquina a alguien tocando la guitarra, no sabés lo que está tocando, pero si ves un bombo, al toque vas a saber que están haciendo folklore”, refiere Juani. Lo que se busca es darle el valor de identidad, de pertenencia y que se convierta en una referencia en el mundo, como lo es el tambor del candombe o el cajón peruano. 

Percusión, violín, guitarra, canto y baile: así se amalgama el sentir de la chacarera. “La danza es una liberación, y la música está ligada con la danza. Nos llamamos ‘La Ronda Legüera’ porque bailamos en ronda permanentemente; es una posibilidad sepas o no bailar, el otro te va diciendo”, reafirma Rojas. El folklore se convierte en un pasaporte de cultura que llega directo al corazón y se traslada al mundo.

Juan Cruz también forma parte del trío Pa’enamorarte –junto a Facundo Farías, violinista, e Yván Herrera, primera voz y guitarra (más la producción de la española Davinia de Ramón)–, que a mediados de marzo viajó a España siguiendo un proyecto de la Universidad de Valencia que dio a luz en pandemia, cuando la música se compartía en vivo por Zoom.

Allí, al otro lado del océano, están ahora los folkloristas para desarrollar talleres de interculturalidad (¡ya hay una chacarera valenciana!), porque la música nativa vuela y todo lo puede.