Hay vida fuera de las plataformas

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Reductos de los amantes genuinos del séptimo arte, los videoclubes se han convertido en lugares obligados adonde recurrir en busca de tesoros de la pantalla grande. Cómo hacen sus dueños para que la era de las plataformas no los condene a la extinción.

Foto: Sebastián Salguero

Prefieren no hablar de “resistencia”. Se sienten más cómodos si se habla simplemente de un “hecho artístico”. Y es probable que tengan razón. 

Mirar películas en la pantalla de un cine, o hacerlo en casa luego de haberlas elegido junto a un cinéfilo, un especialista, un estudioso de las obras más maravillosas del séptimo arte, tiene sin dudas algo de hecho artístico que al menos por ahora las plataformas de streaming no dan.

Por eso es que quizás la “resistencia” se da en otros términos. No en el de batalla, sino en el de que siempre haya espacios para todos.

Está claro que aquellos gloriosos años 80 y 90, cuando los videoclubes surgían casi como hongos en todos los barrios de la Argentina, ya no volverán. Como tampoco volvieron esos viejos años románticos de la pantalla grande, cuando se abrían cines de barrio en cada vecindario o en cada pueblito del país. Los tiempos cambian. Una ola tapa a la que vino antes. Pero el amor perdura y no tiene por qué extinguirse. 

“Soy consciente de los cambios en las dinámicas, y justamente por eso es que como espectadores tenemos que ser también conscientes de nuestras elecciones”. El que habla es Alejandro Cozza, cineasta cordobés, presidente de la Asociación de Amigos del Cineclub Municipal y además propietario de Séptimo Arte, una videoteca-librería-centro-cultural que funciona en su ciudad. 

Habla desde el conocimiento, desde la experiencia, pero da la impresión de que mucho más desde el amor y la fascinación que siente por la pantalla grande. “Los que amamos esto vivimos el cine como un lugar de encuentro donde se produce ese hecho artístico”, cuenta.

El primer entrevistado de Convivimos se define como “uno de los que todavía creen en el ritual o en lo comunitario”, y quizás es ahí donde deba comenzar a entenderse por qué en plena época del streaming, de la inmediatez, de los menús intuitivos, de los algoritmos que predicen qué nos puede gustar… por qué a pesar de todo eso todavía quedan videoclubes en algunas ciudades del país. Y por qué, más allá de que parezca que los vientos soplan definitivamente en otro sentido, los cineclubes siguen encontrando su público y las salas no se vacían. Quizás en ellos y en tantos otros esté la respuesta.

Silvia Bozzi tuvo durante 37 años un videoclub en Rosario. Hasta el último día de septiembre del año pasado estuvo abierto en el centro de la ciudad de la bandera el legendario Premier, videoclub de referencia que, con su imagen de la icónica Marilyn Monroe, ha quedado para siempre en la memoria de los rosarinos.

¿Tristeza por el cierre? “No sé si tristeza. Lo cerramos con una gran fiesta de despedida, contratamos un actor que hacía de Charles Chaplin, lo vivimos como un cierre de ciclo, como la antesala de algo que estará por venir”. La que comenta la última gran noche de Premier es lógicamente Silvia, una de estas musas que dedicaron buena parte de su vida a disfrutar, conocer, estudiar, visualizar, recomendar y difundir las obras más hermosas de la historia de este arte. 

“Si vos pudieras estar un día entero en un videoclub, verías que es para hacer una película”, desafía. Del otro lado del teléfono es difícil no imaginarse un par de ojos brillantes. Porque su voz los refleja. “Hasta la misma semana previa al cierre, acá han venido abuelas con sus nietos, por ejemplo, para llevarse películas como la original de Romeo y Julieta, porque querían compartir lo que habían visto en su adolescencia”, comenta. “Por supuesto –añade– también vienen los nostálgicos, los amantes del cine de una determinada época o los que siguen el cine de un país o de un director. O el que viene porque el psicólogo le recomendó una película. Es todo un mundo”.

“El cierre es más bien el fin de una larga etapa en el formato comercial. Funcionamos toda la vida en un local muy céntrico, con mucho espacio, y ya no tenía sentido renovar otro contrato”, comenta, ahora sí, con un dejo de nostalgia. Pero la idea es seguir. “Queremos que Premier vuelva como algo cultural, y recién estoy pensando los formatos. Pero nos ha quedado una comunidad hermosa”, asegura.

COMUNIÓN

Quizás en un videoclub sea imposible de alcanzar ese “hecho artístico” que se genera en una sala de cine. Pero también es cierto que, al momento de repasar estanterías, de consultar y comentar, de recibir recomendaciones, también se estará dando algo parecido. A Silvia Bozzi particularmente le “encanta” cuando son los clientes los que se comentan mutuamente. “Es como que se arma una comunión, un ida y vuelta en el que una también participa, pero casi en igualdad de condiciones, porque la experiencia que te da una película es igual y a la vez es distinta para todos”.

“Creo que lo que nos gusta a todos es ver una película y luego compartirla con otra persona. Porque ¿qué sentido tiene verla si después no la vas a compartir?”, se pregunta sumándose a una mesa redonda imaginaria Marcos Rago, quien desde hace 33 años atiende Blackjack, un videoclub de Palermo, Buenos Aires, “barrio cinéfilo”, como él mismo lo define, donde viene presenciando y también protagonizando infinitas de esas “charlas de cine”.

Marcos tampoco comulga con “eso de la resistencia”. Simplemente cree que hay público para todo. “El algoritmo es bueno, pero está creado para las personas que no tienen muchas pretensiones. Es como el que hace zapping. Algo va a encontrar, pero no sabe bien qué está buscando”, dice al iniciar un razonamiento que indefectiblemente terminará en el territorio del conocimiento personal, de la recomendación fundada, de la cierta curaduría que terminan ejerciendo las personas que atienden en los videoclubes que lograron sobrevivir.

“Claro, porque yo logro conocer perfectamente a un cliente después de la segunda o tercera película que se lleva”, cuenta Marcos. “A ver: contame alguna película que te haya gustado”, asegura que es una de sus frases de apertura. Sobre esa base ya puede abrirse el horizonte de las recomendaciones. O quizás sea ese el inicio de un itinerario que llevará al espectador “por un camino que nunca hubiera imaginado recorrer”. 

Y no exagera. Es que muchos de sus clientes han comenzado, por ejemplo, a seguir la filmografía de un determinado director o un actor. O bien han incursionado en el cine de otros países, que normalmente no está ni en las carteleras ni en los recomendados de Netflix. “Es un viaje de ida que muchos pueden completar porque acá tenemos un montón de filmografías completas”, dice orgulloso.

Por supuesto, “esto es un recorrido que suelen hacer personas con un poco más de expectativas por el cine, un poco más inquietas. Son los que no se conforman con lo que les pueden dar dos o tres plataformas”. Un par de escalones más en el grado de sofisticación del ojo espectador. 

ALGORITMOS

Alejandro, el cineasta/cinéfilo/coleccionista/productor cordobés, se pone un poco más “beligerante”, según él mismo se define, al momento de hablar de los algoritmos. “El tema es que el algoritmo trabaja sobre tus hipotéticos gustos. Y ahí frente al menú de opciones que nos presentan las plataformas pensamos que somos libres de elegir lo que nos guste, pero eso no es lo que finalmente sucede”, critica. Entonces cierra con una figura fácil de entender: “Si el algoritmo detecta que te gustan las manzanas verdes, nunca te va a ofrecer otra cosa”. 

Algo de razón tiene. Pero su reflexión se vuelve aún más inquietante cuando comienza a hablar del monopolio de la producción y la distribución. “El tema es que las compañías de streaming son productoras. Entonces podríamos decir que Netflix se ha vuelto dueña de una manera en que vas a ver el mundo. Por eso no podemos dejar todo monopolizado en dos o tres plataformas”.

Quizás ahí se explique cómo es que sobreviven estos formatos un tanto analógicos, un tanto presenciales, un tanto artesanales. Los nutren los nostálgicos, los sofisticados, los fanáticos, los estudiantes, los coleccionistas y los que andan explorando otras creaciones. 

“El cineclub, el videoclub, son nuestra pequeña islita dentro de un océano que es enorme –reflexiona Cozza–. Por eso nunca lo entendí como un lugar comercial que tenga que dar batalla por el gran público. Quien guste de esta islita, quien tenga ganas de disfrutarla, que venga; nosotros la estamos cuidando para que permanezca”. 

OBJETOS DE CULTO

Tal vez el amor mueva montañas, pero sin dudas no paga las cuentas. Por esa razón, muchos de estos espacios han tenido que ir reconvirtiéndose. 

“Todos hemos ido reacomodando nuestros espacios hasta convertirlos en una especie de ‘centro cultural’. El nuestro, por ejemplo, tiene una librería hermosa, y entonces acá encontrás música, libros, cine. Y no es todo en términos comerciales, sino también en torno a las cosas que nos siguen gustando y nos genera placer compartir abiertamente”, cuenta Alejandro Cozza. 

En su videoclub de Palermo, Marcos Rago le encontró otra vuelta. “Ha ido creciendo mucho el público que viene a comprar películas; los coleccionistas”, asegura. “Llega gente que quiere tener las filmografías completas, o una señora a la que, por ejemplo, le gusta comprar películas románticas. Hay de todo, y por eso estamos continuamente trayendo nuevos títulos”, asegura.